Comenzaremos por situar el concepto confianza como una anticipación positiva sobre la conducta de la otra persona. Confiamos en que la otra persona tendrá una respuesta positiva respecto a nosotros. Por tanto, la confianza en esta dimensión se establece en una relación. Esta relación es la relación de confianza. La confianza también se utiliza para expresar familiaridad (hay confianza). En este ensayo, nos vamos a centrar en la relación de confianza. Más concretamente, en la relación que se establece entre padres e hijos.
¿Qué podemos hacer para forjar una auténtica relación de confianza?
Nuestro objetivo debe ir más allá que eso. Por tanto, alzaremos un poco más nuestro punto de mira. Empezaremos a abordar algunas dimensiones que generarán esta confianza. Esta confianza debe ser de ida y vuelta. No significa que deba ser necesariamente simétrica; siempre habrá asimetrías. Para ello, trataremos de analizar nuestro estilo educativo respecto a los hijos. También podemos llamarlo estilo de comunicación o de control parental. Yo prefiero el término estilo educativo porque, al fin y al cabo, estamos educando junto a las materias del currículo. El estilo educativo es cómo nos relacionamos con nuestros hijos. De esto depende su conducta con nosotros y su entorno social en general. Y ese estilo educativo se va a asentar sobre tres pilares. El primero es la relación cercana, afectuosa o distante. El segundo es la comunicación de aceptación, negociación o imposición. El tercero es la disciplina, permisiva, flexible o restrictiva. Desarrollamos todo esto de ciertas maneras. Finalmente, se puede clasificar en tres estilos parentales clásicos: El autoritario, el democrático y el permisivo. A estos se añadiría un cuarto estilo, el negligente.
¿Qué características tendrían tales estilos?
Los padres autoritarios suelen establecer normas rigurosas. Son exigentes en los logros de sus hijos. Además, establecen comparaciones con otros niños. Usan más castigos que premios o reconocimientos. El estilo de comunicación es unidireccional y cerrado. No hay lugar a la negociación. La distancia afectiva suele marcar las relaciones a partir de una determinada edad. Los hijos suelen desarrollar un menor nivel de confianza. También tienen baja autonomía. Sus decisiones son menos competentes socialmente. Además, son menos alegres y espontáneos.
Los padres democráticos suelen expresar mayor afecto. El diálogo y la negociación prevalecen en los conflictos. Fomentan una responsabilidad en sus hijos. Reconocen los logros de conductas deseables. Los hijos suelen ser competentes socialmente, creativos, de alta autoestima, mayor motivación y se muestran alegres y espontáneos.
Los padres permisivos suelen mostrar mucha pasividad ante la conducta de los hijos. Esto ocurre ya sean éstas positivas o negativas. Suelen atender las necesidades de los hijos y muestran cierto afecto. No hay lugar para los castigos. Tampoco hay lugar para la disciplina o responsabilidad de los hijos. Por lo tanto, sus reglas son muy flexibles. Los hijos desarrollan escaso control de los impulsos y poca tolerancia a la frustración. También demuestran inseguridad y baja autoestima. Además, tienen poca motivación y escasa competencia social. Por último, presentan bajo rendimiento escolar.
Los padres negligentes no muestran afecto. Apenas invierten tiempo en acompañar a las tareas de los hijos. No existe refuerzo en los logros ni control en los fracasos. Se da una dejadez notable que lleva a la dimisión parental. Los hijos muestran nula o escasa motivación y madurez. Tienen escasa competencia social. Controlan poco sus impulsos o muestran agresividad ante la frustración. Su rendimiento escolar es bajo. Suelen ser inmaduros aunque son alegres y vitales.
La clave para generar una relación de confianza es depositarla como una inversión en la otra persona. A veces esto funciona como un espejo. Cuanta más confianza depositemos en la otra persona, más motivo tendremos para confiar en ella. Esto es válido para nuestros hijos, sin perder de vista la realidad.
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