Según el último estudio publicado por la UNICEF, en la edición 2021 del informe Estado Mundial de la Infancia, refleja que la salud mental de los niños, las niñas, los adolescentes fundamentalmente, incluso antes de la Covid-19 el 13% de los adolescentes de 10 a 19 años padecen un trastorno mental diagnosticado según la definición de
la Organización Mundial de la Salud.
La ansiedad y la depresión representan alrededor del 40% de estos trastornos de salud mental diagnosticados; los demás incluyen el trastorno por déficit de atención/hiperactividad, el trastorno de la conducta, la discapacidad intelectual, el trastorno bipolar, los trastornos alimentarios, el autismo, la esquizofrenia y un grupo de trastornos de la personalidad.
Los niños y los jóvenes también manifiestan un malestar psicosocial que no alcanza el nivel de trastorno epidemiológico, pero que perturba su vida, su salud y sus perspectivas de
futuro. Según una investigación llevada a cabo por Gallup para el próximo informe Changing Childhood de UNICEF, un promedio del 19% de los jóvenes de 15 a 24 años de 21 países
declararon en el primer semestre de 2021 que a menudo se sienten deprimidos o tienen poco interés en realizar alguna actividad. Y así podríamos seguir hasta hablar de las tasas de suicidio en jóvenes que llegan a suponer la segunda causa de muerte.
Pero nos vamos a detener en el malestar psicosocial, la influencia de la Covid-19 y el nuevo escenario social que modela nuestra vida y con mayor impacto en los jóvenes. En este nuevo escenario tendría cabida las secuelas de la pandemia, los estilos de educación parental, y las redes sociales potenciando y propagando todo esto en una especie de nuevo Panóptico.
Si la pandemia nos ha mostrado algo es que la salud mental es especialmente sensible a nuestro etorno. Y digo esto, porque más allá de afectar de forma individual, ya sea por su estilo de afrontamiento o por experiencias previas, se ve influida por la interacción con sus padres, profesores, los iguales, los espacios de aprendizaje y de juego o diversión. En conclusión, sería un reflejo de lo que pasa en la sociedad, desde una perspectiva donde este escenario social presenta muchas cosas nuevas y muchas experiencias debutantes para estos niños y adolescentes.
Pero sigamos con el malestar social de los niños y adolescentes. Si observamos una tarde cualquiera en una zona residencial cualquiera podemos notar un ir y venir de padres y madres con niños a clases de inglés, de música, de karate o de equitación, al menos dos veces por semana, sin contar otras muchas tareas que convierten la jornada de un niño de 8 años en algo interminable para ellos e insufrible para muchos padres.
A esto le sumamos el uso y abuso del teléfono móvil, las horas que perdemos de comunicación directa con nuestros hijos, bien porque ellos estén pendientes de lo que ocurre en su móvil o bien porque seamos los padres quienes lo hacemos. He visto más de un caso en que un niño de 13 años ha causado un destrozo en casa porque se le ha retirado el móvil o de una adolescente de 15 se ha subido a la barandilla del balcón amenazando a su madre con arrojarse porque minutos antes le quitó el móvil para que estudiase. Si en el teléfono o en la tablet encuentran ese refuerzo y aprobación de los demás, es posible que en parte es porque no lo obtienen de sus referentes más directos, y esa tarea es de los padres y profesores, fundamentalmente de los padres.
Todo esto se traduce en un nuevo estilo educativo parental que se parece mucho al estilo negligente-permisivo, donde son las redes sociales a través del móvil quienes ejercen la influencia, marcan los límites (o los desmarcan), orientan en las crisis personales (o desorientan), restando credibilidad a los padres, impidiendo la comunicación y marcando el rumbo de sus vidas.
Una de las claves para enmendar esto pasaría por recuperar la confianza, esa relación de confianza que permite y facilita la convivencia, pero que también forma con criterio sólido a la hora de tomar decisiones.
Nuestros hijos, aunque a veces nos parezca mentira, necesitan de nosotros, sus padres, de tres cosas: relación, comunicación y disciplina.
Veamos qué es esto de los estilos educativos.
El estilo educativo es la forma en que nosotros nos relacionamos con nuestros hijos y de ello va a depender su conducta respecto a nosotros y a su entorno social en general. Y ese estilo educativo se va a asentar sobre tres pilares: la relación cercana, afectuosa o distante; la comunicación de aceptación, negociación o imposición; y la disciplina, permisiva, flexible o restrictiva. La forma en que desarrollamos todo esto se puede finalmente clasificar en tres estilos parentales clásicos: El autoritario, el democrático y el permisivo, al que se añadiría un cuarto, el negligente.
¿Qué características tendrían tales estilos? Nos referiremos a cómo actúan los padres respecto a los hijos y cuáles podrían ser las consecuencias en los hijos en función de ello.
Los padres autoritarios suelen establecer normas rigurosas, ser exigentes en los logros de sus hijos y establecen comparaciones con otros niños con más castigos que premios o reconocimientos. El estilo de comunicación es unidireccional y cerrado, no hay lugar a la negociación y la distancia afectiva suele marcar las relaciones a partir de una determinada edad. Los hijos suelen desarrollar un menor nivel de confianza, baja autonomía y decisiones son menos competentes socialmente y menos alegres y espontáneos.
Los padres democráticos suelen expresar mayor afecto, se impone el diálogo y la negociación en los conflictos, promueven una responsabilidad en sus hijos y reconocen los logros de conductas deseables. Los hijos suelen ser competentes socialmente, creativos, de alta autoestima, mayor motivación y se muestran alegres y espontáneos.
Los padres permisivos suelen mostra mucha pasividad ante la conducta de los hijos ya sean éstas positivas o negativas, suelen atender la necesidades de los hijos y cierto afecto. No hay lugar para los castigos ni para la disciplina o responsabilidad de los hijos por lo que sus reglas son muy flexibles. Los hijos desarrollan escaso control de los impulsos y poca tolerancia a la frustración, inseguridad, baja autoestima, poca motivación, escasa competencia social y bajo rendimiento escolar.
Los padres negligentes no muestran afecto, apenas invierten tiempo en acompañar a las tareas de los hijos ni existe refuerzo en los logros o control en los fracasos, se da una dejadez notable que lleva a la dimisión parental. Los hijos acaban por mostrar nula o escasa motivación y madurez, escasa competencia social, bajo control de los impulsos o agresividad ante la frustración, bajo rendimiento escolar, suelen ser inmaduros aunque alegres y vitales.
La clave pues para generar una relación de confianza pasaría por depositarla a modo de inversión en la otra persona, a veces esto funciona como un espejo, cuanta más confianza depositemos en la otra persona más motivo tendremos para confiar en ella, y esto es válido para nuestros hijos, sin perder de vista la realidad.
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