Pensar, escoger y decidir
Hasta las terminaciones de los infinitivos de nuestros verbos parece que se hubieran puesto de acuerdo para marcarnos el camino. Primero pensar, luego escoger y más tarde decidir. Es como una secuencia racional, estudiada y planificada de antemano con la cual tendríamos asegurado el éxito. Afortunadamente nuestro mundo se nos llena de variables extrañas que hacen de todo esto un proceso más rico, más complejo y, sobre todo, más humano. Es, precisamente en esa variabilidad y complejidad donde debemos desenvolvernos con la más absoluta naturalidad. Tarea nada fácil, aunque apasionante sin lugar a dudas.
¿Quieres aprender?
A buen seguro que lo haces continuamente, dado que el aprendizaje es una actitud ante la vida y eso es cosa de cada ser. Puestos a pedir le pediría yo a Platón que nos contara cómo se hace para trasladar al resto de las personas lo que él descubrió fuera de la “caverna”. En cualquier caso nos pondremos manos a la obra para alcanzar esa meta que nos hace más sólidos de criterio, más completos en nuestra formación, más ricos en nuestra cuenta corriente interior y, sobre todo, más humanos. ¿Y cómo llevar todo esto al terreno de nuestra vida en su concepto más integrador? ¿Cómo trasladarlo a nuestro trabajo, nuestra familia o nuestro entorno social en general? Esta es la parte más fácil de recetar y, a su vez, más difícil de llevar a la práctica.
La receta es bien fácil: tener un proyecto de vida coherente y compatible con nuestra manera de ser, de pensar y de actuar. No digo ya un proyecto de vida como algo estático ni en el sentido predeterminado al modo cartesiano. No, rotundamente. Hacer un proyecto de vida supone conocerse a sí mismo, tener apoyos, contar con los demás –somos seres sociales- que los demás cuenten contigo, ser artífices de nuestro futuro, saber hacerlo, querer hacerlo y además hacerlo con ganas, con convencimiento y con ilusión. Ahora te preguntarás que me estoy escapando por el lado filosófico y me distancio de la realidad que nos obliga a diario. No creas, es el camino que utilizo para llegar lo antes posible a nuestra meta, te aseguro que es el más corto. A menudo solemos oír aquello de “yo soy eminentemente práctico” a personas que en realidad se escudan en esa “teoría” para excusarse de no pensar. ¿Quién nos obliga a no ser prácticos cuando pensamos? ¿Es incompatible pensar con actuar?.
Nosotros a lo nuestro: Compartir y trasladar el proyecto de vida a nuestro proyecto. Ves, ya he añadido otro verbo, compartir además de trasladar. Una actitud determinada (positiva o negativa), en el plano personal se transforma en esa misma actitud en el plano profesional. En caso contrario, hay que pensar que la primera es falsa o circunstancial. Del mismo modo que uno da sentido a su vida personal, debemos darlo a nuestra vida profesional, a nuestro entorno. La persona que se detiene ante el determinismo de lo dado, sufre tal peso que adoptará una actitud pasiva ante su presente y ante su futuro profesional. Primera receta: Debemos ser activos en cuanto a lo que aprendizaje se refiere, y siempre que se nos presenten cuestiones que a priori pudieran parecernos inamovibles.
Verás: Existen, a mi modo de ver, tres tipos de personas relacionadas al modo en cómo se cuestionan las cosas; los que no se preguntan casi nunca por nada a no ser que se trate de satisfacer su curiosidad, los que se preguntan por los motivos o causas de las cosas: esos que dicen ¿POR QUÉ? Y, por último, aquellos que se preguntan por el modo de mejorar lo que ya conocen: esos que plantean ¿POR QUÉ NO? Segunda receta: En nuestra vida, si queremos avanzar, tenemos que plantearnos con cierta frecuencia el tercer tipo de preguntas. Tercera receta: Hay que tomar una actitud activa, además de positiva, es decir, debemos adelantarnos o ir un poco más allá del momento con objeto de escudriñar el futuro o las consecuencias de nuestras propias acciones. Eso es lo que hacen precisamente los buenos jugadores de ajedrez… y el mundo de las organizaciones a veces me parece un inmenso tablero de ajedrez. Gandhi decía que la diferencia entre lo que hacemos y lo que seríamos capaces de hacer bastaría para resolver la mayor parte de los problemas de este mundo; hermosa reflexión que debe formar parte de nuestro bagaje (eso espero).
En otras ocasiones nos vemos obligados a tomar una decisión, que sea cual sea es mala. De las malas la menor, pero no vayamos a caer en el fatalismo inmaduro de situar los malos resultados de nuestras acciones en un lugar extraño a nosotros. ¿No es verdad que cuando el niño saca un diez en matemáticas llega orgulloso a su casa, dice la madre a los demás “mi niño ha sacado un sobresaliente” ¿y cuando saca un cero? ¿No dice su misma madre que es porque lo han suspendido? Seamos consecuentes con nuestras acciones: si somos nosotros los que sacamos el diez, también somos los que suspendemos.
El último párrafo está dedicado a las herramientas para ser un buen deliberador/a. El objeto de la deliberación está en los medios y no en los fines, de este modo se puede afirmar que el orador no ha de decidir si convence al pueblo o a su auditorio a través de sus palabras, sino que él pondrá los medios a su alcance para conseguir tal fin. En caso contrario caeríamos en maquiavelismo: nuestro fin justificaría los medios. A mí Maquiavelo no me cae mal del todo, a pesar de que no comparto su tesis. Creo que la historia no le ha hecho justicia o al menos la justicia que él se merece, eso sí, lo hicimos inmortal gracias a su “Príncipatibus”. Cuando el resto de humanistas de su generación decían lo que debíamos hacer, él decía lo que los hombres, sobre todo los poderosos, hacían.
Es hora de ir cerrando algún capítulo respecto a lo dicho, las recetas, el futuro, los proyectos y demás cosas que conforman nuestro mundo. En caso contrario caería en el caos de ir dejando abiertos más frentes de los que podamos abarcar razonada y sensatamente. Creo que con tres recetas a modo de diálogo nos dará motivo suficiente de reflexión.
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